Los golpes militares en nuestro país, y en Latinoamérica en general, parecen ser cosas del pasado. Unos pocos países de la región son todavía susceptibles de sufrir alteraciones de su continuidad constitucional provocadas por injerencias de sus fuerzas armadas, pero son una pequeña minoría. En la mayoría de las naciones, el recuerdo de generales sublevados, de la ocupación de medios de comunicación, y de juntas que asumían el poder para supuestamente salvar al país del caos, se desvanecen con el transcurso del tiempo.

Curiosamente, esa ominosa posibilidad, felizmente disminuida, ha sido reemplazada por otra que se le asemeja en varios aspectos. Se han propagado los casos de golpes constitucionales, supuestamente amparados por el orden jurídico vigente, que conducen a la destitución de presidentes, disolución de congresos, suspensión de garantías, declaración de emergencias nacionales, y demás formas de poner fin a gobiernos existentes.

Desde el punto de vista económico, los efectos de esa nueva modalidad de intervención son por igual perjudiciales, como lo eran también los de las asonadas militares. Y a ese respecto, los daños son agravados por la aplicación de políticas erradas.

Las experiencias revelan que los regímenes gubernamentales que no están regidos por disposiciones constitucionales que limitan su potestad para tomar decisiones, son propensos a poner en ejecución medidas precipitadas, cuyas implicaciones a mediano plazo son ignoradas. Salvo algunos casos bastante excepcionales, las alteraciones del orden establecido suelen ser acompañadas por políticas enfocadas en el corto plazo, orientadas a resolver asuntos puntuales. La amplitud de facultades que los poderes extraordinarios ofrecen a las autoridades, las exime de la necesidad de evaluar detalladamente sus iniciativas, y de defender su aplicación frente a criterios opuestos. En esas circunstancias es más alta la probabilidad de que se pasen por alto sus consecuencias lesivas.

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