Los golpes de estado en Latinoamérica han dejado de ser eventos habituales. Años atrás, en las caricaturas descriptivas de la región, no faltaban generales, algunos de ellos gruesos, con bigote y numerosas medallas, acompañados de soldados provistos de armas largas. En naciones desarrolladas era común considerar que la presencia de “hombres fuertes”, gobernando de forma abierta o detrás de la fachada de figuras civiles, era parte de la mentalidad latinoamericana, cuyos pueblos estaban acostumbrados a ser regidos por comandantes autoritarios. Se entendía como una suerte afortunada que uno u otro de esos caciques mostrase rasgos benévolos, y tomase medidas en favor del país bajo su mando. Muchos de ellos, lamentablemente, eran simples déspotas depredadores.
La economía y la libre empresa han sido beneficiadas por el cambio que ha ocurrido. En torno a los regímenes militares se creaba un anillo de intereses económicos que acaparaba las mejores oportunidades para hacer negocios, siendo frecuente el hostigamiento o bloqueo de empresarios que no formaban parte del círculo de los allegados. Aunque esa característica persiste aún en gobiernos democráticos, su intensidad y métodos son por lo regular menos perjudiciales.
Usualmente se atribuye la disminución de la injerencia militar al fortalecimiento de las instituciones democráticas. La profesionalización de los integrantes de las fuerzas armadas ha jugado un papel, así como el surgimiento de un consenso regional que condena la participación de militares activos en actividades políticas, e impone sanciones colectivas si una alteración sucediese.
Pero hay quienes afirman que la pérdida de influencia militar ha eliminado un árbitro al que recurrir, sin haber dado paso a una real estabilidad democrática. Señalan a ese respecto que por medio de alegadas disposiciones constitucionales, varios gobiernos han sido derrocados o maniatados, frustrando las expectativas de los votantes y reduciendo su confianza en los procesos electorales.