
Más que el costo de los combustibles, los alquileres de las casas o la tarifa de la electricidad, el precio de los alimentos tiene un impacto tanto económico como emocional. Dado que no podemos prescindir de ellos, el precio de los alimentos determina qué porción del presupuesto familiar hay que reservar para adquirirlos, lo que implica que indirectamente determina además cuánto queda para otros gastos. Y aparte de esa incidencia económica, la inseguridad acerca de la disponibilidad de alimentos genera una aguda percepción de precariedad, lo que se refleja en la ansiedad, cercana al pánico, por comprar alimentos cuando se aproxima un huracán.
Dependemos del extranjero para cubrir nuestras necesidades energéticas, y estamos resignados a ello. Pero en lo que a la comida se refiere, consideramos peligroso y hasta inaceptable que no podamos producir los renglones básicos que consumimos. De ahí que las autoridades y empresas del sector agrícola se empeñen, de tiempo en tiempo y en ocasiones de escasez, en asegurar a la población que el país puede abastecerse a sí mismo. Se habla en ese sentido de la producción de alimentos como un objetivo estratégico, vital para nuestra subsistencia como nación independiente. Un criterio similar existe también en otros países, lo que confiere al sector agrícola un estatus particular que lo distingue de los demás sectores.
En vista de ese significado tan especial, puede sorprender que a lo largo de los años la participación de la agricultura en el PIB, tanto aquí como en el resto del mundo, haya venido declinando de forma sostenida. A nivel mundial, como resultado del cierre de muchas actividades económicas por causa de la pandemia, la importancia relativa de la agricultura en el PIB aumentó temporalmente, pero a medida que la recuperación fue ganando terreno, el porcentaje fue retornando al nivel promedio de apenas un 4% del PIB, porcentaje que tiende a ser menor cuanto más desarrollado sea el país de que se trate.