A los regalos de los Reyes se les exige cada día más. En épocas pretéritas su misión era únicamente divertir a los niños, sea que se tratase de un carrito, una muñeca o un revólver de vaquero. Sólo había que distinguir entre los juguetes de varones y los de hembras, y cuidar darles a ellos o ellas lo que les correspondía.
Ahora los regalos son evaluados a fin de que no transgredan los criterios socialmente aceptados. Nada de armas simuladas que inciten a la violencia, objetos que promuevan prácticas contrarias al entorno, o juegos que estimulen rivalidades y competencias agresivas. Se prefieren aquellos que favorecen la colaboración, el trabajo en equipo y la preservación del medio ambiente.
Pero también se requiere que los juguetes sean educativos. Luce como un desperdicio de esfuerzo y tiempo que los niños pasen horas jugando con algo que no les está enseñando nada. Se quiere que los juegos sean parte del aprendizaje, fomentando conocimientos y destrezas que ocupen un lugar en su formación integral. Deben contribuir con el desarrollo de hábitos de organización, curiosidad científica, vocaciones artísticas y capacidad para solucionar problemas.
En respuesta a esos requerimientos, los fabricantes de juguetes procuran resaltar las virtudes instructivas de sus productos, especialmente los de alto costo. El concepto parece ser que para que se justifique pagar mucho por ellos, deben destacarse sus aportes a ese respecto.
Existe una relación entre requisitos y estratos sociales, siendo la vinculación más intensa en las clases media y alta. Acompaña además a la tendencia, visible en esos segmentos, de complementar las faenas escolares con otras actividades, como si fuese perentorio no dejar tiempo libre ocioso a los niños.
Las consecuencias de los cambios en las formas de entretenimiento y en la distribución del tiempo infantil se irán comprobando paulatinamente. Hasta el momento se ha constatado un incremento en su productividad, rango de intereses y adaptabilidad.