En épocas pasadas, el turismo internacional estaba reservado para un limitado segmento de la población. En las naciones pobres, sólo una exigua minoría viajaba fuera del país. Y hasta en las naciones ricas, ir como turistas al extranjero era una aventura exótica, efectuada quizás una vez en la vida. Había que tener el dinero para los gastos, y suficiente tiempo libre para dedicarlo a viajar en barcos, coches y trenes. Europa, en ese sentido, superaba a las demás regiones del mundo, al contar con una gran diversidad de atracciones agrupadas en un espacio relativamente pequeño.
El transporte aéreo cambió ese panorama. Permitió que el turismo internacional se convirtiera en una actividad popular. Segmentos sociales antes excluidos, pudieron tener acceso a conocer lugares remotos. Fue una genuina revolución, que ha sido calificada como promotora de la igualdad, del conocimiento entre los pueblos y del intercambio cultural y comercial.
Pero sucede que las cosas buenas suelen tener un lado malo. Durante el avance hacia el turismo masivo, sus efectos ambientales no fueron visibles. Predominó su beneficio económico para los países receptores y sus implicaciones sobre el consumo popular. Nuevos sectores productivos emergieron bajo su sombra, y una enorme estructura de apoyo se desarrolló a su alrededor. Ahora, los perjuicios ambientales son mucho más evidentes.
Aunque su contribución al calentamiento global es muy inferior a la de la energía o la industria, el transporte aéreo está bajo ataque por su aporte a la contaminación. Y por igual lo está el transporte terrestre asociado con el turismo en países de extensos territorios. Y no es únicamente la atmósfera la que se resiente, sino también las playas, parques nacionales, bosques, sitios históricos y bellezas naturales.
Algunos predicen que para salvar el planeta y preservar las atracciones, el turismo tendrá que volver a ser un privilegio de unos cuantos. Los demás harán viajes virtuales por internet.