Aunque desde marzo era conocida la denuncia de que el presidente del BID, Mauricio Claver-Carone, había favorecido indebidamente a una subalterna, con quien se alega había sostenido relaciones amorosas en su cargo anterior en el gobierno de Trump, su destitución fue sumamente drástica y súbita.
Su propia designación, hace dos años, fue controversial. No tanto por motivos derivados de su comportamiento hasta ese momento, sino por haber roto la tradición, vigente desde la creación del Banco en 1959, de que el presidente provendría de Latinoamérica y el Caribe. Trump decidió que poseer el 30 % del poder de voto le daba a los EE.UU. el derecho de nominarlo, lo cual hizo a pesar de la oposición de países como Costa Rica, Chile, México y Argentina, los que proponían que la elección fuese pospuesta hasta principios del 2021, esperando que ya para esa fecha los EE.UU. tuviesen un gobierno diferente. Sí recibió el respaldo inmediato y militante de Brasil bajo la dirección de Bolsonaro, y el más resignado y menos entusiasta de los demás que prefirieron no despertar la ira del gobernante estadounidense.
Se entendía que Claver-Carone, quien venía desde el área de seguridad nacional, utilizaría al BID para contrarrestar las incursiones de China en la región. Su gestión, curiosamente, no ha sido cuestionada, pues aparte de su misión respecto de China, enfocó su labor en apoyar una mayor transparencia y combatir la corrupción. De hecho, no parece haber sido el presunto vínculo afectivo con la funcionaria lo que propició su destitución, sino el informe de que había rehusado cooperar con la investigación, quizás siguiendo los pasos del mismo Trump en cuanto a las diversas acusaciones de que ha sido objeto.
El retorno a la tradición de que los EE.UU. se conforman con la vicepresidencia ejecutiva, dejando que los demás países seleccionen al presidente, puede implicar variaciones en las prioridades y actitudes del organismo, pero difícilmente cambios trascendentales.